Al principio la “gente
civilizada” ni se enteró, embebidos como estaban en sus urbanitas vidas con su
artificial iluminación lacia y amarillenta de fósforo.
Para ellos era inimaginable lo
que sucedía en los oscuros rincones del mundo donde su civilización,
minoritaria, apenas había calado, donde las vidas sencillas fueron las primeras
en descubrir un terrible y fascinante acontecimiento que en los lugares más
salvajes era visto como un mensaje divino.
Aunque dicho mensaje variaba
mucho según la opinión de quien lo interpretara. Para muchos significaba que el
mundo se vería visitado por poderosos seres que según unos traerían la paz y
según otros la destrucción a la humanidad. Unos erraban, los otros no.
Allá
donde el cielo negro predominaba sobre las luces nocturnas fueron apareciendo
progresivamente lluvias de estrellas que se intensificaban tras cada anochecer,
cada noche era un poco menos oscura, fugazmente, sí. Apenas perceptiblemente,
sí. Pero de modo indefectible.
Por
supuesto los grandes observatorios se percataron de ello, alguno quizá,
incluso, antes que aquellos humildes salvajes que aún perdían el tiempo en
observar las estrellas. Pero no publicaron nada, no dijeron nada, no divulgaron
nada. Quizá fuera por prudencia, quizá porque ni siquiera ellos sabían cómo
reaccionar a aquello, quizá porque su reacción fue la locura en su versión experimentable
más pura.
El
horror, agrandado a través de las lentes y los sensores de aquellos magníficos
centros de descubrimiento, profanó las mentes más brillantes con una violencia
tal que aquellos que no quedaron lobotomizados y mudos al instante desearon
estarlo. Sólo eran capaces de pedir que tras la demencia llegara alguna vez el
silencio, aunque fuera el silencio de la muerte o la no existencia, cualquier
cosa era preferible a aquella horrísona melodía de flautines y timbales capaz
de atravesar hasta el vacío.
Mientras
esa música arrastraba a incontables suplicios internos a aquellos avanzados
científicos, las personas más simples dieron en componer hermosas estrofas y
ritmos a aquellas magníficas lluvias de estrellas que comenzaban a hacer
palidecer el fulgor de la luna llena. Para entonces incluso los más reacios a
mirar el cielo estrellado comenzaron a notar el cambio, las noches
languidecían, se difuminaban entre fugaces chisporroteos.
Comenzaron
las preguntas: ¿qué era aquello?, ¿Era normal?, ¿Era peligroso? Pero nadie pudo
responderlas, nadie que pudiera acceder a la información quedaba en situación
de comunicarla y las especulaciones medraron. Nadie echó de menos la ciencia,
la superstición daba respuestas igualmente válidas ya que nadie quedaba para
rebatirlas.
Cuando
las noches fueron ya atardeceres otoñales cubiertos de albos destellos hubo un
resurgir. De entre las tinieblas eternas del fondo marino se alzó un rugido. Sus
huestes plantaron pie en tierra y armados de terror causaron muerte y
destrucción allá donde llegaron, aunque nadie nunca lo supo pues su
ensañamiento no permitía supervivientes ni entre sus propios adeptos.
El
ser que moraba en la isla largamente sumergida lanzaba desesperados rugidos
hacia el cielo haciendo valer su posición, si desesperado era una cualidad que
estuviera en su inhumano repertorio de sensaciones. Sólo los profundos eran
tolerados en su presencia, el gran ser, alado y con su rostro cubierto de
tentáculos, miraba con sus enormes ojos vítreos más allá del fulgor de los
miles de objetos que atravesaban la atmósfera terrestre. Él sabía qué provocaba
aquello, él sabía quién tocaba aquella melodía del juicio final pero no sabía
por qué lo hacía, ni como detenerlo.
No
fue el único en desafiar al destino, en otros lugares hubo llantos similares,
como en el remoto norte en alas del viento helado, en los profundos bosques del
nordeste entre borboteos y barrancos, en las abruptas simas subterráneas del
medio oriente donde la arena y la lava se mezclaban… Seres de poder
inconmensurable aletargados y ocultos durante milenios se alzaban de sus ignotos
cubiles y trataban de hacerse ver. De hacer ver a aquél que caía del cielo, al
cielo mismo, que no iban a ceder aquél minúsculo planeta en el que,
desterrados, habían dispuesto sus moradas.
Nada
dio resultado, ni siquiera los adoradores del Caos Reptante obtuvieron una
respuesta, un motivo, su señor se limitó a no hacer acto de presencia salvo por
su risa, una risa brutal, demoledora, pero a la vez una risa agónica, una
última carcajada de quien había aprovechado durante eones su papel de mensajero
para urdir y concitar la adoración sobre sí mismo y que ahora, descubiertas sus
trampas, debía huir de este plano o afrontar su destrucción.
Los
pocos seres humanos que aún sobrevivían a estas alturas lo hacían en reductos
aislados, en pequeños grupos de subsistencia, desprovistos ya de cualquier
atisbo de modernidad. En pocos meses se habían visto desposeídos tanto de su existencia
de aparente comodidad como de la ignorancia sobre los verdaderos horrores que
albergaba el vacío del espacio. Pero no les quedaba mucho tiempo, apenas
discernible entre el resplandor celeste se intuía una distante forma globular
que, pese a su brillantez inherente, recortaba la silueta de su sombra sobre
otra forma aún más oscura y menos definida, aunque no por ello menos
horripilante.
Los
sentidos eran una maldición, aquellos de vista más aguda que fijaban su mirada
en aquél par de objetos amorfos y cambiantes se trastornaron y quedaron ciegos.
Poco después aquellos cuyo sentido del oído era más sensible comenzaron a
afirmar que oían algo parecido a música pero desafinada, inhumana y demenciada,
acto seguido también perdieron la razón y quedaron mudos. Afortunadamente para
el resto, puesto que su cerebro desquiciado no era ya capaz de reproducir otra
cosa que no fuera aquél ritmo de fuelles y flautas repetitivo y dañino para
cualquiera menos poderoso que un dios arcano.
Parco
consuelo fue pues a los pocos días aquella música infernal y aquellas figuras
se hicieron claramente perceptibles para todo el mundo. Incluso los ciegos y
sordos podían percibir aquellas torturantes sensaciones directamente en lo
profundo de sus cráneos, nadie quedó libre de la locura a medida que los dioses
antiguos se aproximaban. Incluso los primigenios más poderosos lloraron de
dolor e incomprensión ante el aberrante espectáculo de oír susurrar a
Yog-Shototh los versos de destrucción que ejecutaría el tentaculado danzarín.
Mientras
el todopoderoso seguía adelante con su baile de aniquilación, indolente e
ignorante, miles de voces de dioses que se creían inmortales aullaban cada una
en su lengua con un último impulso vital el nombre de su verdugo y consumidor en una suerte de ruego o maldición.
Nada perturbó el paso de aquél a quien un ser de una especie menor, ya extinta para entonces, había bautizado
en su libro de revelaciones como “Azatoth”.
Sirvan estas líneas de homenaje a H.P. Lovecraft, del que se celebra este mes el 129 aniversario de su nacimiento.
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